Cuatro y media de la madrugada, un relámpago ilumina la habitación. Llueve con fuerza y, aunque que esperado, el trueno me sobresalta. Aún sin abrir los ojos, me acurruco contra su pecho. Me abraza, acaricia mi pelo y susurra en mi oído:
– Estoy aquí, pequeña».
Me siento tan segura que necesito dolor y la necesidad crece tanto con sus caricias que pierdo la vergüenza y se me escapa una súplica:
– Hazme daño, por favor.
Baja su mano de mi cabeza hasta mi cuello y presiona suavemente con los dedos. Ahora sí, abro los ojos para no perderme un detalle de todo aquello que puede empezar a pasar. Me aparta bruscamente de su pecho y se tumba sobre mi espalda.
– Llora, patalea, grita, pídeme que pare, no te escucharé. Di mi nombre y volverás a mis brazos. ¿Lo entiendes?
Tras repetir hasta tres veces que lo entendía, me ayudó a colocar una almohada debajo de mis caderas para exponer más mi culo y, sin más preparación, lo forzó hasta estar completamente dentro de mí.
Me volví a quedar dormida entre lágrimas y mordiscos en la espalda. Él ya se habia ido a trabajar cuando me he despertado, pero esas marcas en mi espalda y el dolor de mi culo, me confirman que no fue un sueño.