Dicen que hay que ser prudente, no dejarte llevar por la pasión, tener los pies en el suelo, ir poco a poco, tomar un café y hablar mucho, pero a veces es imposible mantener la cordura cuando las ganas se desbordan, porque no es suficiente con hablar y necesitas mucho más.
A Daddy no le gusta el café y a mí lo que más me gusta de quedar a comer es la siesta. Así que fuimos directos al hotel, porque yo necesitaba conocerle como lo hacen los animales salvajes, piel con piel, desnudos y sin filtros. Necesitaba olerle, saborear su cuerpo, conocer el tacto de sus manos, mirarle a los ojos y contemplar cada una de sus reacciones, para aprender sus gestos.
Y jugamos, reímos, probamos, disfrutamos y nos dejamos llevar por esa magia que había surgido entre ambos, sin importar la hora de la comida, porque me alimentaba de él y de nuestras ganas y solo quería parar el tiempo y que esa primera vez fuera solo la primera de muchas otras.
Importaba poco si era muy pronto o no, porque no supe dosificarme y me sentía muy cómoda, dentro de una burbuja, donde no importa lo pequeña, sucia, dolorida y frágil que puedas llegar a sentirte, sabes que vas a salir pisando fuerte como una leona y con una sonrisa radiante.
Hoy se cumplen dos meses de esa tarde y no puedo más que alegrarme de aquel paso. Me siento muy orgullosa de haberme puesto en sus manos y solo deseo seguir aprendiendo a su lado.