No recordaba cuando había empezado a llorar, nuevamente era incapaz de controlar o calcular el tiempo que iba transcurriendo. Su cara reposaba sobre un charco de babas y lágrimas. Él ignoraba su llanto y su balbuceo, absorto como estaba en castigar su culo y sus muslos alternando la pala y la vara. Su cuerpo temblaba a cada golpe, su piel era una mezcla de ardor y escozor, sus pulmones a penas tenían tiempo para llenarse de aire entre golpe y golpe. Ella trataba de recordar en vano el número de azotes que venía indicado en la ruleta de cada instrumento.
De repente los golpes pararon, Él se apartó un poco para contemplar orgulloso su obra y tomar unas fotos. Se acercó a ella y volvió a levantar su cara tirando de su pelo. Miró el charco que había dejado y también sus ojos que reflejaban una completa derrota. Y la tarde no había hecho nada más que empezar.
– Mira que eres cerda… ¿Has visto como has puesto la cama? Deja de llorar como una cría y asume porque estás aquí. ¿Todavía crees que puedes jugar conmigo, zorra?
Tiró aún más de su pelo para forzarla a recuperar la posición arrodillada y le liberó las manos para que pudiera mantener el equilibrio y a la vez dejar su espalda completamente despejada. Sacó el látigo de su maletín y se lo mostró a escasos centímetros de su cara. Ella cerró los ojos y agachó la cabeza, dispuesta a que el látigo dejara su huella en cada rincón de su piel.
Cuando Él se cansó de decorar su piel, volvió a fotografiarla y se recostó en la cama frente a ella. Le quitó la mordaza y le puso un pie frente a la boca para que ella lo lamiera golosa.