Se encontraron en la misma habitación del mismo hotel pegado al aeropuerto, donde se veían siempre que Él visitaba la ciudad. Esta vez no había mucho tiempo, a penas media hora, pero ella no había dudado en coger el coche y recorrer los poco más de cien kilómetros que la separaban de la capital.
Las instrucciones esta vez eran simples. La única condición era que llevara una blusa sin sujetador, de forma que sus pechos quedaran fácilmente accesibles para Él.
Cerró la puerta tras de sí al entrar en habitación y se quitó el abrigo. Él chasqueó los dedos, ella se arrodilló en el suelo y desabrochó los botones de su blusa ofreciéndole sus pechos. Él se acercó y los tomó en sus manos. Los apretó, los pellizcó, tiró de ellos y finalmente los usó para darse placer. Ella permaneció inmóvil, callada, viendo como Él disfrutaba y derramaba su placer sobre sus pechos.
Él volvió a chasquear sus dedos y ella, sin tiempo para asearse, volvió a cerrar su blusa, se levantó, tomó su abrigo y se dirigió a la puerta. No había tiempo para más.